sábado, 18 de abril de 2009

Nuestra Flor Nacional: El Ceibo




El Ceibo, también denominado seibo, seíbo, o bucare, árbol del coral, flor de coral, pico de gallo; o su nombre científico Erythrina crista-galli L., es la Flor Nacional de la República Argentina.


El Ceibo es un árbol originario de América, de la zona subtropical, puede alcanzar los 20 metros de altura y uno de diámetro en el tronco, el cual es retorcido.
Pertenece a la familia de las leguminosas, por lo que las semillas salen en vainas encorvadas.
Sus flores son rojas, de un rojo carmín muy intenso, y de una forma muy particular y muy bella.
Crece en las riberas del río Paraná y del Río de La Plata, pero se lo puede hallar en zonas cercanas a ríos, lagos y zonas pantanosas, adoptándolo en todas las zonas a lo largo del país.

La copa del árbol no es muy tupida.
Durante el invierno la planta queda sin hojas y las ramas que nacen en primavera son verdes con hojas y flores, los pimpollos están cubiertos por pétalos sedosos.
La corteza del tronco y ramas viejas toman la tonalidad gris oscura. Esa corteza no es dura sino muy liviana, esponjosa y cubierta con abundante corcho, y se la utiliza para la construcción de muchas cosas, entre ellas: balsas, colmenas, juguetes de aeromodelismo, etc.
Su presencia en parques y jardines argentinos, pone una nota de perfume y color.

Las personas hipnotizadas por su belleza, evitan arrancar sus flores, ya que en sus ramas tienen una especie de aguijones o púas, como las espinas de las rosas, pero más grandes, las cuales son muy molestas y lástiman.




Aquí les cuento su leyenda, la cual fué pasada de generación en generación, por nuestros nativos...


LEYENDA DE LA FLOR DEL CEIBO


Según cuenta la leyenda la flor del ceibo nació cuando Anahí fue condenada a morir en la hoguera, después de un cruento combate entre su tribu y los guaraníes.
Por entre los árboles de la selva nativa corría Anahí. Conocía todos los rincones de la espesura, todos los pájaros que la poblaban, todas las flores. Amaba con pasión aquel suelo feraz, silvestre, que bañaban las aguas oscuras del río barroso. Y Anahí cantaba feliz en sus bosques, con una voz dulcísima, en tanto callaban los pájaros para escucharla. Subía al cielo la voz de la indiecita, y el rumor del río que iba a perderse en las islas hasta desembocar en el ancho estuario, la acompañaba. Nadie recordaba entonces que Anahí tenía un rostro poco agraciado, tanta era la belleza de su canto.
Pero un día resonó en la selva un rumor más violento que el del río, más poderoso que el de las cataratas que allá hacia el norte estremecían el aire. Retumbó en la espesura el ruido de las armas y hombres extraños de piel blanca remontaron las aguas y se internaron en la selva. La tribu de Anahí se defendió contra los invasores. Ella, junto a los suyos, luchó contra el más bravo.
Nadie hubiera sospechado tanta fiereza en su cuerpecito moreno, tan pequeño. Vio caer a sus seres queridos y esto le dio fuerzas para seguir luchando, para tratar de impedir que aquellos extranjeros se adueñaran de su selva, de sus pájaros, de su río.
Un día, en el momento en que Anahí se disponía a volver a su refugio, fue apresada por dos soldados enemigos. Inútiles fueron sus esfuerzos por librarse aunque era ágil. La llevaron al campamento y la ataron a un poste, para impedir que huyera. Pero Anahí, con maña natural, rompió sus ligaduras, y valiéndose de la oscuridad de la noche, logró dar muerte al centinela. Después intentó buscar un escondite entre sus árboles amados, pero no pudo llegar muy lejos. Sus enemigos la persiguieron y la pequeña Anahí volvió a caer en sus manos.
La juzgaron con severidad: Anahí, culpable de haber matado a un soldado, debía morir en la hoguera. Y la sentencia se cumplió. La indiecita fue atada a un árbol de anchas hojas y a sus pies apilaron leña, a la que dieron fuego. las llamas subieron rápidamente envolviendo el tronco del árbol y el frágil cuerpo de Anahí, que pareció también una roja llamarada.
Ante el asombro de los que contemplaban la escena, Anahí comenzó de pronto a cantar. Era como una invocación a su selva, a su tierra, a la que entregaba su corazón antes de morir. Su voz dulcísima estremeció a la noche, y la luz del nuevo día pareció responder a su llamado.
Con los primeros rayos del sol, se apagaron las llamas que envolvían Anahí. Entonces, los rudos soldados que la habían sentenciado quedaron mudos y paralizados. El cuerpo moreno de la indiecita se había transformado en un manojo de flores, rojas como las llamas que la envolvieron, hermosas como no había sido nunca la pequeña, maravillosas como su corazón apasionadamente enamorado de su tierra, adornando el árbol que la había sostenido.
Así nació el ceibo, la rara flor encarnada que ilumina los bosques de la mesopotamia argentina. La flor del ceibo que encarna el alma pura y altiva de una raza que ya no existe.


Fue declarada Flor Nacional Argentina, por Decreto del Poder Ejecutivo Nacional N°138.974 del 2 de diciembre de 1942.
Su color rojo escarlata es el símbolo de la fecundidad de nuestro país.

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